enero 27, 2007

El Peregrino

Aún no se sabe nada nuevo del peregrino que desapareció hace años, mientras realizaba a pie la etapa Simancas-Medina del Rioseco del Camino de Santiago. Fui yo en persona quien, colaborando en las tareas de búsqueda, encontró un cuaderno donde el desaparecido anotaba cada día -al menos en apariencia- lo que consideraba más relevante de cada etapa. Estaba al lado de un dolmen megalítico situado en el páramo de los Zumacales, monumento que se encuentra entre los municipios de Simancas y Ciguñuela y que da nombre al colegio público del primero de los citados.
Mucha tenacidad se necesita, debo mencionar, para elaborar un diario así y lo sé no por propia experiencia, sino por la de conocidos míos. Me imagino qué ganas se tienen de escribir cuando se han recorrido treinta kilómetros -a veces más- a pie. Pero no deseo poner a prueba la paciencia del lector con reflexiones personales, así que cito a continuación la parte del diario con fecha posterior a su desaparición. Me he permitido omitir partes que he considerado rutinarias, tediosas, o de escaso interés.

Aquella mañana salí de Simancas [...] hacia Medina del Rioseco. Antes de pasar por Ciguñuela, me desvié ligeramente, porque quería visitar un monumento prehistórico que según las notas que tomé de una guía, se encotraba por allí. Era cierto, y, de hecho, no tardé demasiado en encontrarlo.
Estaba constituido por varias piedras que delimitaban un vano de forma más o menos cuadrada. No sé mucho de arqueología, pero creo que tenía fines funerarios. Lo que más me llamó la atención fue un leve brillo blanco que percibí entre las piedras. No tenía ni idea de dónde venía y estuve un buen rato intentando encontrarle una explicación, sin éxito. En tal tarea, metí mi mano y grité al momento, pues vi de manera inequívoca que desaparecía tras el resplandor. Pero me fui hacia atrás y la mano volvió a su muñeca, intacta. Experimenté con diversos objetos como piedras y palos, y comprobé que todos desaparecían tras la cortina de luz, y que todos se recuperaban con facilidad metiendo la mano y cogiéndolos a ciegas. Finalmente entré yo, con la mochila a cuestas.
Perdí la fuerza en las piernas, me caí y me oriné encima cuando vi lo que vino después. Cuando decidí entrar por el monumento, estaba amaneciendo, y ahora de repente era por la tarde. El sol, ya rojo, había cambiado de posición sin pasar por ninguna intermedia, aunque mi reloj seguía marcando las 7:06. De la tierra, antes cubierta de cultivos de cereales, ahora salían muchísimos árboles, en absoluto propios de esa zona. Sin embargo, hasta donde me permitía ver el bosque, la configuración orográfica era idéntica. Tanto era así, que, a pesar del impacto mental, no estaba desorientado. Incluso mi brújula señalaba aproximadamente la dirección correcta.
Era una locura caminar con los pantalones manchados; si lo hacía, no tardarían en salirme llagas. Como el Duero está cerca (pasé por el puente al poco de salir de Simancas), me di la vuelta para cambiarme y lavarme. Pero Simancas ya no estaba, ni tampoco la autovía que crucé por un paso elevado. Anduve un rato, orientado y desorientado a la vez, como ya he tratado de explicar, y el Duero estaba en su sitio; con más agua que antes, limpísima, partía el bosque en dos. Aprovecharía mi soledad, pues allí no había ni rastro de presencia humana, me asearía allí, y luego volvería al monumento prehistórico; en base a los experimentos que realicé antes de entrar, suponía que si lo atravesaba de nuevo, volvería a mi mundo. Salí del agua, me vestí y me puse la mochila. Después, sentí un dolor lacerante en la cabeza y perdí el conocimiento.
Desperté atado de pies y manos con unas tiras de piel, pero tenía aún la mochila en la espalda. Estaba en una choza pequeña, sin muebles, y por la puerta entraba la claridad de la mañana. A un lado había unos aperos de labranza extrañamente toscos, irregulares, como hechos a mano. Examiné los nudos que me ataban. Eran de lo más simple, así que los deshice y los volví a hacer según un truco que aprendí de pequeño. Era un tipo de nudo que desaparecía con un pequeño tirón. Al poco vi a un hombre, probablemente mi secuestrador.
Era bajito, rubusto y moreno. Había perdido parte del pelo de la cabeza y llevaba barba. Se notaba que habían intentado recortársela, quizá el mismo, pero estaba hecho un desastre.
-¿Esnatáis?- dijo.
-¿Cómo?
Y se rio. Pensé un poco y supuse que me preguntaba si me encontraba bien.
-Bien, bien- contesté, y soltó una carcajada.
Va!- dijo asintiendo. Después me preguntó cosas, pero no entendía una palabra. Me encogía de hombros, pero dudaba que entendiese mi gesto, ya que los suyos eran extraños, incoherentes con la situación. Recuerdo una pregunta que me hizo varias veces.
-¿Nongoto riais?
Me pareció que el tipo no era agresivo, así que me quité los falsos nudos con intención de salir de allí. Cuando lo hice, al hombre se le desencajó la cara y respiraba con ansiedad. Dio unos pasos hacia atrás y exclamó de modo incomprensible. Me dio pena y risa a la vez, pues debió pensar que yo había hecho un milagro, y le enseñé el truco. Conforme lo hacía, se fue tranquilizando y rio como si le hubieran contado el mejor chiste del mundo cuando acabé. Me quitó la tira de piel de las manos y lo probó él mismo, con entusiasmo infantil.
Me hizo gestos para que le siguiera y salimos de la choza. Había pequeños campos de labranza por allí, y varias chozas, pero todo muy rudimentario. Entonces llegué a la conclusión de que, de alguna manera, el monumento comunicaba la época de principios del siglo XXI y la prehistoria.
Caminamos hasta el río, que no estaba lejos. Yo ya no sabía donde estaba, pero cuando vi la corriente deduje que seguía en su orilla norte, así que podría seguir el cauce hasta el punto donde me lavé y desde ahí volver al monumento-portal. Mi acompañante hizo ademán de meterse en el agua y dijo:
Es, es, es!- y negó con la cabeza.
No sabía si era sí o no (me habían dicho que una tribu africana decía que sí con un gesto de cabeza que era nuestro no), así que hice ademán yo también de meterme para deducirlo de su reacción. Me tiró del brazo con fuerza -casi me caigo- y repitió:
Es es es es es!
Parecía claro, es era no. Y por algún motivo estaba prohibido bañarse. Seguramente -pensé- bebían de ese agua y no querían que se ensuciase. Lo siguiente lo confirmó: sacó un tazón de barro de sus ropas, lo llenó en el río, bebió un poco y me ofreció a mí. Lo cierto era que tenía sed. Estaba deliciosa, sólo sabía un poco a plantas.
[...]
Interrumpo aquí la narración del peregrino, pues a partir de este punto y hasta lo que viene a continuación, el texto trata prolijamente de cómo el hombre primitivo y él trabaron amistad, y de cómo decidió el peregrino dejar para más adelante la idea de volver al Camino de Santiago. Conoció a los otros del poblado, hombres, mujeres y niños, y aprendió su idioma y sus costumbres. A cambio él les enseñó a ahorrar agua para regar, con una regadera, un poco de matemáticas y mecánica y les regaló y les enseó a usar algunos de los objetos que llevaba en la mochila. He aquí el final del diario.

El modo de vida es sencillo, noble, llano. Somos pocas personas y nos conocemos todos, y cuando alguien tiene un problema el resto le ayuda. No hay estructura familiar, sino de clan, así que cuando pasó un tiempo conocí a todas las mujeres en una semana sagrada en la que todos los hombres duermen con todas las mujeres, y así es el mejor padre el padre del hijo, y por la cara del hijo se conoce al padre. Adoramos al río (por eso me tiraron una piedra cuando me bañé) y a la lluvia, y tememos al sol y al rayo. Así que, como sabían fabricar el cobre, puse un pararrayos cerca del pueblo y les dije que era la casa del rayo y que no se acercaran a ella en la tormenta. He dedidido quedarme para siempre.
Dejaré este diario en el mausoleo antiguo (el monumento por el que llegué), y cuando los astros sean favorables, brillarán los espíritus de los antepasados que juegan con el antes y con el después, y oraré para que lo devuelvan al siglo de XXI. Así podrán leerlo amigos y familiares.
No os preocupéis por mí, pues soy feliz.